Cuando las emociones llaman a nuestra puerta no siempre son bien recibidas. En ocasiones su visita resulta incómoda, nos sorprenden en momentos o en lugares inapropiados, o estamos demasiado ocupados para prestarles atención. Otras veces preferimos no abrir, encerrarnos bajo llave, porque su presencia nos asusta o desagrada. Pero aunque las emociones parecen venir de fuera, desencadenadas por sucesos externos, en realidad forman parte de nosotros, están dentro de casa.

¿Somos lo que sentimos? En parte sí, pero también somos nuestros pensamientos, actitudes, valores, principios, experiencias, recuerdos…todo aquello que construye ladrillo a ladrillo nuestra identidad y a lo que podemos acceder si lo deseamos, tal y como accedemos a las diferentes estancias de nuestra casa.

Las emociones, sin embargo, aparecen y desaparecen, tienen una naturaleza cambiante. Son como huéspedes que nos visitan por un tiempo y que una vez cumplida su función se van.

Algunas emociones se viven como si fueran un problema en sí, algo que va en contra de uno mismo. El miedo, la culpa, la rabia… fácilmente se interpretan como enemigos a los que hay que vencer o anular. Sin embargo, la misión principal de las emociones es aportar información. Vendrían a ser como señales que alertan de lo que sucede en nuestro interior. El miedo, por ejemplo, pone en evidencia que puede existir una desproporción entre la amenaza que sentimos y los recursos con los que creemos contar; o la rabia, es una alarma roja que se enciende al producirse una frustración, cuando un deseo o una expectativa no se ha visto realizada.

Pero si bien las emociones suelen ser una buena brújula, no suelen ser un buen capitán. Ofrecen una valiosa guía del momento en el que nos encontramos, pero no conviene que tomen el mando de la situación. Actuar desde la ira o desde el miedo puede resultar devastador si no logramos que medie la razón.

Una buena fórmula para sortear este peligro es establecer un diálogo con las emociones, dando voz a lo que se está sintiendo e integrándolo en la conciencia. Se trata de relacionarse de una manera diferente con las emociones, entendiéndolas como aliadas en lugar de como enemigas y cooperando con ellas para resolver las dificultades que están señalando.

La clave para iniciar esta relación es atender a las emociones, como si se tratara de unos huéspedes distinguidos. No les podemos cerrar las puertas. La emoción está en nuestra casa por alguna razón, y sólo cuando escuchemos su mensaje y atendamos sus necesidades habrás realizado su cometido y podrá desaparecer. Pero cabe tener presente que escucharle no significa tener que hacer lo que dice. No hay que olvidar que somos nosotros los dueños de la casa y que al fin y al cabo, las decisiones finales son responsabilidad nuestra.

A veces topamos con huéspedes que pretenden instalarse a sus anchas, que invaden nuestro espacio o que se hace con el mando de la casa. Cuando un invitado lleva tiempo alojado en estas condiciones podemos confundirnos y pensar que él es el verdadero dueño del hogar. Esto sucede cuando la persona se identifica con una emoción, cuando no es capaz de reconocerla como invitada, como algo que no está bajo su cuidado y por un tiempo pasajero.

De cada uno depende que en su propia casa se sigan las reglas de acuerdo a sus principios y valores, y no conforme a los impulsos o las ideas del huésped. En tal caso es importante retomar el mando, informando al invitado de las normas, de lo que puede o no puede hacer, de los lugares que puede ocupar y de los que no, de cuándo podemos prestarle atención y cuándo no.

5 preguntas clave para acercarnos a la emoción:

  • ¿QUIÉN ERES?

Poner nombre a la emoción, describirla en palabras, es una buena manera de empezar a reconocerla y a darle lugar adecuado.

  • ¿DE DÓNDE VIENES?

¿Cuál ha sido la situación o las situaciones que han originado la emoción? ¿A qué personas o lugares está asociada? ¿Proviene de cerca, de un suceso reciente, o de lejos? ¿Qué vivencias del pasado alimentan la emoción…? Tirando del hilo se puede conocer detalladamente el origen del invitado, lo cual habla mucho de él y ayuda a comprender mejor su conducta o su actitud.

  • ¿CUÁL ES TU INTENCIÓN?

Las emociones aparecen para realizar una función. Lo que sentimos en un momento determinado suele ser coherente con la situación en la que nos encontramos y tiene como finalidad establecer un equilibrio. Al preguntarse acerca de la intención de la visita aclaramos el motivo real de la emoción y a partir de aquí podemos reconocerle un sentido y una utilidad.

  • ¿QUÉ QUIERES DE MÍ?

El diálogo permite precisamente pactar, establecer un contacto entre la acción que nos reclaman las emociones y la capacidad de razonar. Es decir, escuchar las peticiones de un invitado no obliga a llevarlas a cabo.

  • ¿QUÉ PUEDO HACER PARA QUE TE SIENTAS MÁS COMODO?

En lugar de evitar la visita o tratarla mal para que se marche lo antes posible, podemos intentar que se sienta a gusto atendiendo a sus necesidades. Existe la tendencia a pensar que si se abre la puerta a una emoción nos puede dominar y hacer perder el control, pero sucede justamente lo contrario.

En definitiva, se trata de iniciar un diálogo con lo que uno está sintiendo. Hemos de imaginar que hacemos las preguntas a nuestra emoción-huésped y que ésta responde como si fuera una persona, a fin de darle voz y dejar que se exprese. Al pensar en la emoción como un huésped, uno puede separarla de sí mismo, reconocer y aceptar su visita.

Es necesario escuchar las emociones para que nos digan qué nos está afectando y qué necesitamos para compensar la situación. Como también necesitamos de nuestro conocimiento para dar sentido a la experiencia emotiva y hallar el mejor modo de integrar la emoción y la razón.

 

Beatriz Canales

Psicóloga Clínica y de la Salud. Col. 14938

www.beatrizcanales.com